Esta semana es una semana atípica. Estoy en pleno lanzamiento del Curso para Madres (y Padres) Expatriados y para ello estoy revisando el material que compartiré además de las sesiones semanales. Si tuviera en cuenta lo que recomiendan toooodos los gurúes de marketing en Internet, tendría que escribir sobre algún tema relacionado con el curso. Pero sucede que no todas las personas que siguen el blog tienen hijos y, la verdad, no me gusta dejarlas de lado, menos cuando aún no les ofrecí nada especial… Así es que, no; no voy a hacerles caso (No suelo hacer mucho caso a lo que se supone que tengo que hacer para difundir mi trabajo en Internet; ya te contaré más sobre esto en un próximo post). Entonces, volviendo al tema de hoy, te cuento que decidí escribir sobre algo que pueda serviles a todos, tengan hijos o no.
¿Viste cuando le contás un problema a alguien y enseguida esa persona te da una solución? (O lo minimiza diciendo algo como: “No te preocupes. Ya vas a conocer a alguien/hacer amigos/conseguir un trabajo, etc., etc., etc.”). Hay una especie de necesidad de completar la figura. Habrás oído que si vemos una figura incompleta el cerebro tiende a verla completa, como si necesitara terminarla y no dejarla así, inconclusa. Tengo la sensación de que cuando contamos un problema pasa algo de esto. ¡Ojo!, seguramente también te sucede que cuando escuchás que alguien está teniendo alguna dificultad enseguida te surge la necesidad de empezar a dar opciones de resolución. Es que en ese instante nos olvidamos de que esta actitud, a veces —o la mayoría de las veces— es un fastidio para quien está relatando su problema.
¿Quién no ha necesitado expresar su frustración porque algo no le salía? No necesariamente lo hacemos para quejarnos (que tampoco está mal de vez en cuando) sino que poder hablar de lo que nos está pasando ya de por sí nos alivia. Pero este alivio lo sentimos cuando podemos decir algo sin que otras personas lo minimicen o pretendan resolverlo.
¿Cuántas veces te pasó que estabas en una de esas conversaciones molestas —en cualquiera de los dos roles— donde uno expresa un problema, el otro intenta proponer una solución, el primero la objeta, el segundo vuelve a explicarlo y así interminablemente? Seguramente, más de una vez, y seguramente te tocó estar en ambos roles. Porque, insisto, es muy difícil no intentar proponer soluciones a quien viene a compartir con nosotros su frustración.
Por eso me parece tan interesante lo que el Dr. Gordon denomina “escucha activa (active listening)”. Y si bien él inicialmente lo enfocó en el vínculo entre padres e hijos, creo que esta propuesta nos viene fantástico a todos. *
Entonces, ¿qué es la escucha activa? Intentaré hacer una síntesis. Para empezar, no implica que tengamos que tratar de resolver la situación puntual que la otra persona nos está comentando. Generalmente ese relato implica sentimientos que no se están nombrando. Al procurar ofrecer opciones desde nuestro punto de vista, estamos obturando la expresión de esos sentimientos y minimizando nuestra posibilidad de comprender realmente lo que la otra persona está compartiendo con nosotros.
Entonces, tratar de entender el sentimiento subyacente es importante —y se facilita más aun si suspendemos nuestra necesidad de ayudar urgentemente a quien está contándonos una situación (y, por supuesto, la escucha activa no es aplicable a una emergencia real)—. Lo principal es escuchar. Solemos pensar que escuchar no es algo activo, que no es algo que necesariamente contribuye. Pero cuando lo hacemos, sin interrupciones, sin tratar de encajar nuestras soluciones en ese relato, ya mediante ese solo acto, estamos demostrándole a quien nos habla que nos importa, que su situación nos interesa y que su punto de vista es relevante para nosotros; que respetamos sus pensamientos aun si no estamos de acuerdo con ellos porque lo respetamos como persona.
Y ahora sí te acerco un par de ejemplos. Si bien tienen que ver con el rol de padres, pueden extrapolarse a diversas situaciones. Sucede que a veces escuchamos pero no con la intención de entender realmente al otro. Por ejemplo, cuando nuestro hijo nos dice que no quiere mudarse, generalmente le enumeramos las virtudes del nuevo lugar o le decimos que igualmente (a pesar de su opinión) nos vamos a mudar. Rara vez le preguntamos por qué no quiere mudarse. Seguramente, si lo hiciéramos, descubriríamos motivos que no se nos habían ocurrido (he sido testigo de casos donde niños pequeños temían que no hubiera golosinas o jugueterías o incluso chicos, en el nuevo destino). Lo mismo pasa cuando nos dicen que algo no les gusta o que no quieren hablar por Skype con la familia que está lejos. Escuchar de esta forma nos permite descubrir algo nuevo.
La escucha, como todo, es contagiosa. Si escuchamos a nuestros interlocutores, suspendiendo en lo posiblenuestro juicio, no solo podremos entender mejor lo que está pasándoles sino que seguramente lograremos que, al menos en ese vínculo, la escucha sea recíproca. ¡Y qué mejor que sentirse escuchado!, ¿no?
*(El Dr. Gordon también recomienda la escucha activa para empresas así que evidentemente coincidimos.)
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